11 de octubre de 2018

La montaña rusa

A veces la vida se complica, un poco o mucho. Y no importa si tu salud es de fierro o si tenés una, dos o quichicientas enfermedades. El estrés, la angustia, la ansiedad, la incertidumbre, los nervios... todo puede combinarse para conspirar en tu contra.

La diferencia, cuando estás enfermo, es que a veces, cuando hace falta, cuando es absolutamente necesario que estés, que le pongas el cuerpo -literalmente- a la situación, tus problemas de salud siguen estando, igual que siempre, aunque pasan momentáneamente a un segundo plano. El resultado final puede ser devastador. Lo sé porque lo viví durante los últimos dos meses. 

Dibujando diagnósticos en el aire 


Anteriormente comenté en este blog que luego de muchas idas y vueltas (que duraron unos dos años...) con síntomas neurológicos (parestesias, fasciculaciones, mioclonías, y una somnolencia diurna que fue aumentando progresivamente, hasta llegar al punto de sentir la imperiosa necesidad de acostarme ni bien me levantaba de la cama), luego de estudios (electromiografía, resonancia de encéfalo y de columna cervical, pruebas neurológicas) que no lograban explicar qué era lo que me estaba pasando (¿distonía? ¿neuropatía de fibras finas? ¿alguna otra cosa…?), con una polisomnografía pedida por mi neurólogo, obtuve dos explicaciones. Preliminares, y una de ellas errónea, pero explicaciones al fin: 
  • Por un lado, me diagnosticaron –inicial y erróneamente- una enfermedad neurológica (Síndrome de Piernas Inquietas), que supuestamente explicaba mis sacudidas musculares involuntarias (y que yo notaba especialmente - aunque no exclusivamente- hacia el final del día). Este diagnóstico fue claramente nombrado y escrito por un neurólogo, aunque nunca quedó registrado en mi historia clínica. Sospecho que este noble caballero no tenía para nada claro cuál era mi diagnóstico, y aventuró una enfermedad que ya había estado presente en mi familia (mi madre tuvo diagnóstico de Síndrome de Piernas Inquietas durante muchos años, hasta que le confirmaron su diagnóstico de Parkinson).
  • Por otro lado, me confirmaron que mi sistema nervioso autónomo, que durante el día funciona bastante mal regulando mi temperatura corporal, mi presión sanguínea, mi sistema digestivo y todas las demás funciones automáticas de mi cuerpo, también funciona mal mientras duermo, provocándome enormes fluctuaciones en el ritmo cardíaco, micro despertares y casi ausencia completa de sueño profundo o reparador. Esto es algo que explica muy bien el Dr. Alan Pocinki en su conferencia: “Clinical Autonomic Dysfunction in Ehlers-Danlos Syndrome(Disfunción autonómica en el Síndrome de Ehlers-Danlos), y es bastante frecuente en personas con SED; especialmente con SED hiperlaxo (como parece ser mi caso, al menos hasta que existan las pruebas genéticas para este tipo de SED, ya que cuadro 100% con sus criterios clínicos). 
Además de mis cuestiones neurológicas, desde hacía al menos dos meses venía patinando en un espeso lodo otorrinolaringológico, con una médica de esa especialidad asegurándome, sin ninguna delicadeza, que una pérdida auditiva que noto desde hace un tiempo, confirmada con una audiometría, tenía que deberse, o bien a un tumor "grande" en el cerebro, o a uno "chico" en un oído. Para confirmar estas presunciones, por supuesto debía hacerme estudios por imágenes, pero en lugar de pedirlos ella, la médica me indicó que tomara turno con mi neurólogo, le dijera lo que ella opinaba, y decidió unilaterlamente, que él se encargara de escribir la orden para el/los estudio/s correspondiente/s. 

Este tipo de actitudes, que implican dejar a un paciente en una nebulosa, con la sospecha de, nada más y nada menos que un tumor, me hicieron pensar OTRA VEZ en la importancia del cuidado coordinado que deberíamos tener las personas con enfermedades crónicas. Y que en este caso, aparentemente, estaba bien. Gracias… 

Finalmente, todo este rollo recayó primero en manos de mi traumatólogo (a quien consulté por la absoluta confianza que le tengo), y de mi neurólogo después (a quien mi traumatólogo llamó por teléfono…), que indicó una resonancia de cerebro y oídos. 

Los resultados… fueron normales: no aparecieron tumores, ni se vislumbró ninguna otra cosa “non sancta”. La otorrinolaringóloga, a quien le hice la devolución de los resultados simplemente para ver qué me decía, aseguró entonces que si no había tumor/es, mi pérdida auditiva tenía que deberse a algún problema vascular (léase una vena o arteria obstruida).
Una consulta con el neurólogo (sin turno, con lo que eso implica) me dio la tranquilidad de que no solo no había tumores, sino también de que mis venas y arterias de la azotea están limpitas y funcionales. 

Las hipótesis sobre mi pérdida auditiva no están del todo claras; quizás se trate de una combinación de hipermovilidad de los huesecillos del oído medio, más el desgaste prematuro de los tejidos auditivos (algo plausible por el SED, aunque hasta donde entiendo, incomprobable). Lo cierto… es que todavía no sé por qué escucho mal. 

Pero… como comentaba más arriba, al menos sí tuve una respuesta para algunos de mis problemas neurológicos más acuciantes (sobre todo el hecho de dormirme en cualquier parte y a cualquier hora; por ejemplo a pocos cientos de metros saliendo de casa, sentada detrás del volante de mi coche, después de desayunar…). 

Como comenté en la entrada anterior de este blog, el neurólogo me recetó Pregabalina, una droga que se utiliza, entre otros, para el dolor (aunque en experiencia de mucha gente que conozco, con nulos efectos positivos, e infinitos efectos secundarios), para la ansiedad, para la epilepsia, y para otros trastornos neurológicos. Comencé a tomarla junto con un aumento abrupto (de 2 a 40mg/día) de meprednisona (corticoide), debido a que mi hepatitis autoinmune había decidido retobarse una vez más. En esos casos SIEMPRE me recetan corticoides, y SIEMPRE me provocan un aumento inusitado en los niveles de energía (tengo más pilas que el conejo de las propagandas de Duracell…), con lo cual el hecho de que no me durmiera más de día (algo que ocurrió ni bien empecé a tomar ambos medicamentos) podría haberse debido a la dosis alta de corticoide y su plus de energía, a que dormía mejor por la Pregabalina, o al efecto combinado de ambos. 

Hasta ahora, cuando ya llevo casi un mes tomando Pregabalina, no he notado ningún efecto secundario. Todo un logro, considerando que las cebras podemos tener -con muchos medicamentos- efectos secundarios que ni siquiera han sido descritos… 

En este momento me encuentro intentando bajar la dosis de corticoide, por indicación de mi gastroenterólogo, y noto que progresivamente estoy volviendo a tener somnolencia diurna. Quizás sea la disminución del corticoide. Quizás sea todo lo que sucedió durante las últimas semanas, y que es motivo de esta entrada. Mi neurólogo me explicó que deberemos esperar un tiempo, hasta que mi situación física y emocional se estabilice, para pensar en buscar explicaciones...

NOTA 20/11/2018: Habiendo bajado el corticoide a 20mg/día hace ya muchas semanas, la somnolencia diurna regresó con toda la furia. Y al día de hoy, cuando estoy tomando 8mg/día, es evidente que la Pregabalina NO está funcionando, así que en forma progresiva estoy bajando la dosis para abandonarla en forma definitiva.

Mi sistema nervioso autónomo (el otro problema neurológico que resultó confirmar la polisomnografía) sigue haciendo lo que le da la gana, pero en su momento, tener aunque sea algún problema controlado (el sueño y las sacudidas involuntarias de mi cuerpo) fue maravilloso. 

Mientras se desarrollaba este escenario de idas y vueltas otorrinolaringológicas y neurológicas, mi hermano me invitó a visitarlo a Salta (la ciudad donde vive, a unos 2400km de Bariloche). Pocos días después de comprobar que la Pregabalina (en conjunción con el corticoide) funcionaba, y luego del agotamiento y el estrés de las idas y vueltas con mi sistema nervioso, mis oídos y mis venas y arterias de la azotea y aledaños, no lo pensé dos veces; busqué el pasaje de avión más barato que conseguí (vía Buenos Aires, con lo cual alargué unos 1600km el viaje....), decidí ir a compartir una semana con mi hermano y su compañera de vida, y a recorrer aunque fuera un poco del bello, variado y agreste noroeste argentino, que no había visitado nunca. 

En ese momento, mi madre –que desde hace más de 30 años vivía a 300km al sur de mi ciudad- no estaba muy bien de salud por un problema cardíaco de larga data. Hablé por teléfono con los médicos que la estaban tratando, les expliqué mi reciente periplo enajenante por los consultorios y mi situación médica, les dije que tenía un pie en el avión, la valija a medio armar, y que si era necesario, guardaría en el armario la ropa liviana destinada al noroeste del país, llenaría la valija con ropa acorde a estas latitudes sureñas, cancelaría el vuelo, e iría a ver a mi madre ya mismo. Los médicos aseguraron que una semana más o menos no haría diferencia en la situación de mi madre, y me dieron el ok para ir al norte. 

Aunque para nada tranquila, finalmente viajé a visitar a mi hermano. Necesitaba unos días de descanso mental, que seguramente me vendrían muy bien para luego ir a ver a mi madre y brindarle apoyo y compañía. 

Una cebra patagónica en el noroeste argentino 


Mi semana en Salta y alrededores fue maravillosa, aunque un poco agotadora. Y no solo para mí, sino también para mi hermano y su pareja, que planificaron cuidadosamente y en muy pocos días, muchos paseos que me permitieran ver, aunque fuera en un pantallazo, la increíble variedad de ambientes y de geografía del noroeste de nuestro país. Aunque fue una semana agitada y muy cansadora para todos, como bióloga y como eventual turista, fue un deleite para los sentidos pasar de la aridez extrema de la Puna a las sierras subandinas, a los valles fértiles, a las quebradas, al monte y a la exuberante Yunga, en relativamente pocos kilómetros. En estos recorridos, pasé de los casi 900msnm de Bariloche, primero a los 1150 de Salta, y luego a los más de 3000 en la zona del paso de Jama (cruce fronterizo entre Argentina y Chile). La altitud no fue mayor, porque no lo recorrimos completo; el paso trepa hasta los 4200msnm. Las variaciones de altura eran constantes, ya que recorríamos montañas y valles, muchas veces a través de caminos serpenteantes. Mi sistema nervioso autónomo soportó estoicamente estos cambios, y solo tuve bradicardia (mis pulsaciones bajaron a un promedio de 45 por minuto; lo sé porque tengo un monitor –más o menos preciso- en mi reloj). 

Habiendo salido de Bariloche con temperaturas bajas y en medio de la estación húmeda, la aridez del clima (con porcentajes de humedad entre el 10 y el 15%) y las temperaturas altas del noroeste (un día el termómetro acusó casi 38ºC) resecaban todo lo resecable de mi cuerpo (ya reseco por "el sueco que seca"): desde la piel hasta las mucosas (nariz, ojos, lengua, garganta… creo que mi tubo digestivo completo parecía hecho de pergamino). Nada que unos buenos bidones de agua potable, cremas hidratantes, gotas oculares lubricantes y spray nasales no pudieran aliviar un poco. 

En uno de los caminos que recorrimos, de tierra y ripio, un salto del coche hizo que se resintiera el lado izquierdo de mi parrilla costal, que nunca quedó bien luego de una rotura de cartílagos hace un tiempo, y mientras intentaba sostener mis costillas, otro salto impactó en mi articulación sacroilíaca izquierda, que está inestable como todo el resto de mis bisagras. Dado que estaba limitada con la analgesia que podía usar, porque mi hepatitis autoinmune se había “retobado” y debía cuidar mi hígado, decidí ignorar todo lo posible el dolor. No era la mejor solución, pero tampoco iba a estar buscando médicos entre medio de los cardones, las montañas y la piedra colorada… 

En un paréntesis, si hay algo que no funciona bien en las zonas montañosas es la telefonía celular. Sucede aquí en Bariloche, y lo vivimos en la Puna y aledaños. Desde el asilo donde mi madre vivía desde hacía muchos años nos irían informando sobre su estado de salud, y nos encontrábamos con mi hermano orientando nuestros teléfonos en todas las direcciones posibles intentando tener señal. Fracasábamos la mayor parte del tiempo, cada uno con una empresa de telefonía celular diferente. Era casi imposible hacer llamados, los mensajes llegaban esporádicamente, y entre medio de esta situación, nos enteramos de que nuestra madre estaba saliendo de terapia intensiva (había sido internada por una neumonía) y pasando a sala general. Mi regreso a Bariloche era 3 días después, y de más está decir, no fueron los mejores: a pesar de estar maravillada por los paisajes, de disfrutar de la compañía familiar, y de estar sumamente agradecida con mi hermano y su pareja por semejante odisea turística, el cansancio, el dolor y la preocupación por el estado de salud de mi madre empezaron a horadar mi escasa salud.
Por ejemplo, y entre otros, empezaron a dolerme mucho los pies; particularmente el derecho, que hasta ese momento había sido el “sano” (nunca había tenido lesiones serias, a diferencia del izquierdo, que venía castigado desde que tengo 16 años). En principio lo atribuí a las caminatas, a los largos recorridos en coche y al trajín frenético de la semana de paseos, e intenté ignorarlo. No fue lo mejor que pude haber hecho...

Intento de comunicación con el celular en medio de la Puna...


Regresos complicados 


Regresé a Bariloche en avión el 26 de septiembre. Mi plan era que a la mañana siguiente, luego de hacerme una extracción de sangre para un hepatograma de control, iría a ver a mi madre, recorriendo en coche los 300km que separan mi ciudad de Esquel, donde ella estaba internada. 

Esa noche se desató la peor diarrea que recuerde en mi vida: tuve que lavar 7 juegos de ropa interior, porque había perdido por completo el control de mis cañerías de desagüe, y en lugar de viajar, terminé el día 27 de septiembre en la guardia de un sanatorio, donde me pasaron varios sueros con medicamentos, me hicieron una ecografía abdominal (en la cual solo se veía un enorme globo… de gas), y varios análisis de laboratorio, entre los que pidieron… un hepatograma“No hay mal que por bien no venga”, reza el dicho. 
El resultado del hepatograma fue normal. Eso me habría permitido volver a usar analgésicos para el dolor, aunque no podía usarlos… por la diarrea… 

La médica que me atendió en la guardia atribuyó mi gastroenterocolitis al cambio de comida (estando en la Puna comí empanadas de llama, de queso de cabra y quinoa, tamales, y varias delicias culinarias norteñas totalmente nuevas para mí), que seguramente afectó mis problemas gastrointestinales habituales, y al agua de mate que pedimos un par de veces en uno de los pueblos que visitamos, cuya procedencia era incierta (aunque solo pensamos en ello luego con mi hermano, intentando encontrar el origen de semejante desbarajuste gastrointestinal). 
Quisiera explicar aquí, por si algún visitante del blog no conoce las costumbres de mi país, que los argentinos podemos cuidarnos mucho con el agua que consumimos cuando estamos de viaje (por ejemplo, bebiendo agua mineral y/u otras bebidas comerciales envasadas), pero cuando se trata del mate, rara vez pensamos en la procedencia del agua. El ritual del mate trasciende todo; incluido el cuidado de la salud… 
Como sea, luego de unas 4 horas en un cubículo de la guardia del sanatorio, acompañada por mi esposo, y luego de varios sachets de suero fisiológico con medicación, me dieron el alta, con la indicación de 48 horas de reposo, crema de bismuto, pastillas de carbón y por supuesto, dieta. 

Decidí que al día siguiente manejaría el coche hasta Esquel, y que el reposo lo haría cuando pudiera; lo importante en ese momento era ver a mi madre. Mi hermano también estaba intentando viajar desde Salta lo más rápido que le fuera posible, para encontrarse con mi madre y conmigo

Días caóticos 


Cuando las cosas se complican, no hay manera. Su curso natural caótico a veces es inalterable. En Esquel había una multitudinaria asamblea de Testigos de Jehová, y no encontraba ni una mísera cama dónde dormir, porque la ciudad estaba colmada de feligreses. Finalmente conseguí un lugar para esa noche, en un alojamiento muy a trasmano de la clínica donde estaba mi madre. Al día siguiente, concluido el evento religioso, me mudaría a otro lugar más cercano al centro de salud. 

Y siguieron las complicaciones. Mi hermano tuvo problemas con su pasaje de avión. Había tormenta en Buenos Aires (el punto de pivote de la mayoría de los vuelos de Argentina), cancelaron su vuelo, no se lo reprogramaron, y no teniendo manera de viajar rápido con ninguna empresa aérea, no tuvo más opción que hacerlo en ómnibus, en principio desde Salta hasta Bariloche. Una verdadera ODISEA, que lo tuvo unas 36 horas recorriendo buena parte del país. 

En medio de la asamblea religiosa en Esquel, cambiando de alojamiento de un día para el otro, y sin siquiera pensar en hacer la dieta por mi gastroenterocolitis, me acerqué a la clínica donde estaba internada mi madre, que para ese entonces necesitaba no solo compañía y apoyo familiar, sino también ayuda para comer y para tomar sus medicamentos. Fui y vine a la mañana, a la tarde y a la noche, de la clínica a la farmacia, y de la clínica a los alojamientos. Mientras tanto, intercambiaba esporádicamente mensajes con mi hermano, que en su viaje por tierra, cada vez que tenía señal en su celular me pasaba su ubicación en la extensa geografía argentina, mientras que yo le comentaba el estado de nuestra madre. 

La segunda noche que estuve en la clínica con ella le di la cena, le prometí una porción de tarta de frutos del bosque para el desayuno, la dejé durmiendo, tarde, y fui a recostarme en el alojamiento, intentando descansar un poco. Un llamado de la clínica a la madrugada me indicó que debía acercarme en forma urgente. Mi madre no llegó a desayunar. El destino quiso que se fuera esa noche, mientras dormía. 
Mi hermano todavía debía recorrer unos 800km para llegar hasta Esquel, y me tocó la tristísima y devastadora tarea de informarle lo que había sucedido. La impotencia, la rabia, la angustia y la desolación que teníamos ambos eran indescriptibles… 
Luego nos organizamos con mi esposo para que él lo buscara en la terminal de ómnibus de Bariloche y viajaran juntos a Esquel, para despedir a nuestra madre/suegra… 

Regreso a casa y evaluación de daños 


No voy a hablar en detalle sobre mis sentimientos con toda esta situación, porque creo que cualquier persona puede imaginarlo. Además, el duelo es una etapa que cada persona afronta como mejor puede y le sale, y simplemente diré que en mi caso hice un extenso recuento de las buenas situaciones que viví con mi madre, recordando un sinnúmero de experiencias complejas superadas por ella con entereza y valentía (algo en lo que era una verdadera experta) y atesoré muchas anécdotas memorables de las casi 9 décadas que vivió. 

Ya en casa, con mi esposo y mi hermano, siendo fin de semana, a la noche, decidí que el dolor en mis pies (que como comenté más arriba había arrancado en los caminos serpenteantes de Salta) ameritaba mirarlos y verificar su estado. Me encontré con edemas en las bases de ambas tibias, descubrí que tenía hematomas en diferentes puntos de los empeines, y el pie derecho perdía sensibilidad por momentos en diferentes partes. El resto de mi cuerpo estaba completamente drenado de energía. Todavía me acompañaban los coletazos de la gastroenterocolitis, y eso, sumado a toda la situación vivida, no ayudaba en nada a que me sintiera con mucha energía que digamos. 

Arrancando la semana, fui temprano, sin turno, a ver a mi traumatólogo. Imagino que la expresión de mi cara y mi cojera al caminar habrán tenido algo que ver en que la secretaria del centro de salud (a quien conozco medianamente por mis frecuentes visitas) solo me pidiera el carnet de la obra social, llenara la orden de consulta con el médico correcto y me deseara suerte. 

La revisión de mis pies y varias radiografías mostraron desaparición del cartílago articular (condrólisis) en ambos tobillos, con impignement (impactación de huesos; más en el derecho, el que más me dolía) y una fractura por estrés y necrosis ósea en un hueso del pie derecho. Tengo pendiente una resonancia magnética del pie y tobillo derechos, que mi traumatólogo espera nos de una idea de hasta dónde llega el daño. 
Quiero aclarar que la condrólisis no se produjo durante estas últimas dos semanas, ya que este tipo de procesos es gradual y progresivo. Simplemente el ritmo frenético de la pasada quincena, sumado al desgaste cartilaginoso que venía avanzando desde quién sabe cuándo, fueron la combinación ideal para que mis pies se lesionaran de la manera en que lo hicieron. 
Ayer retomé mis sesiones de rehabilitación. El dolor, la falta de descanso y el trajín de las últimas semanas hicieron mella en todo mi cuerpo. Con mi kinesióloga iremos tomándonos las cosas con calma. Tengo sesiones de FKT todos los días (desde 2012), así que iremos abordando en forma progresiva todo lo que está lesionado y/o “a falsa escuadra”; desde lo más urgente (mis dos pies), hasta lo más básico (intentar corregir nuevamente mi postura antiálgica, trabajar sobre la articulación sacroilíaca, la columna y todo lo otro que haya quedado resentido y probablemente lesionado). 

Ayer también retomé mis sesiones de terapia ocupacional. Otra menuda tarea para mi terapista, que deberá encargarse de mis brazos y manos, doloridos y agotados. Si normalmente me cuesta hacer actividades tan sencillas como usar los cubiertos para comer o sostener objetos (por la inestabilidad articular y la falta de sensibilidad en los dedos), mis articulaciones están tan colapsadas, que mi torpeza, mi falta de coordinación y mi dolor han aumentado en forma exponencial. 

Pero… tengo la suerte –de la que tantísimas cebras lamentablemente carecen- de contar con algunos profesionales de la salud que no solo han ido aprendiendo sobre el SED (y sobre todo lo otro que me ha tocado en suerte, que no es poco), sino que también son seres humanos sensibles, comprensivos y excelentemente predispuestos. Deseo de todo corazón que todas las personas con esta enfermedad puedan contar algún día aunque sea con una mínima parte de todo esto. 
En mi caso es el fruto de años de idas y vueltas por los centros de salud, de decepciones, de pérdidas de tiempo, de cansancio, e incluso a veces, de hartazgo. Valgan como ejemplo actual mis recientes consultas otorrinolaringológicas, con todo lo que implicaron... No todos los profesionales de la salud son iguales, claro. Pero contar con aunque sea unos pocos que entiendan y tengan intenciones de ayudar, realmente HACE una diferencia. Porque cuando tenés enfermedades crónicas, a veces podés sentirte como en una montaña rusa, en la que alternan situaciones placenteras, tranquilas y de disfrute, con momentos de pura adrenalina, tensión, estrés y preocupación. 

Como decía al principio, a veces la vida se complica. Y cuando lo hace al punto de que tus problemas de salud crónicos deben pasar momentáneamente a un segundo plano, el resultado final puede ser devastador.
Pero todo pasa, eventualmente. 
Tiempo al tiempo. 
Y paciencia. Mucha, mucha paciencia. 

Mi representación de mi madre. Así voy a recordarla siempre: radiante y feliz.

GRACIAS a todos aquellos familiares, amigos, e incluso profesionales de la salud, que me están acompañando en este momento tan especial y sensible de mi vida.

Ale Guasp

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